Por primera vez en mucho tiempo, volví a disfrutar de la lluvia. Me cansé de esquivar paraguas que acechaban con volarme la cabeza, me quité la capucha, y me paré en seco bajo las nubes, así, como en las películas. Deje que las gotas resbalaran por mi delicado rostro, mientras mi pelo quedaba empapado. Y sonreí.
Sonreí al cielo, que aunque está por encima de mí, nunca le tuve envidia.
Sonreí a un gorrión, y desee poder volar.
Sonreí a la Luna llena, que alumbra la noche, y a las estrellas que adornan el cielo.
Sonreí a las nubes que me gustaría acariciar.
Sonreí a la lluvia, que me otorga el poder de llorar, sin derramar una sola lágrima.
Y sonreí, a esa gota de agua, que había encontrado mi cariño a la lluvia, por unos minutos.
Me alejé, recordando, mis primeros encuentros, con las nubes y su llanto.
Me daba igual, dónde y de qué manera lloviese, porque siempre me encantaba.
Aborrecía los paraguas, las capuchas, o cualquier objeto que pudiera privarme del placer de sentir la lluvia acariciar mi piel, mojar mis manos o recorrer mi pelo. Poder verla caer a mis pies. Cuando la primera gota caía en mi ojo.
No quería evitar todo aquello tan profundo, y relajante, ni tampoco el hermoso arco iris que saldría después.
Y aquella tarde, al ver los preciosos colores, adornando el cielo que me cubría, después de que las lágrimas falsas me hubieran recorrido la cara, volví a amar la lluvia.
Silvia Soñadora